Dy$k3

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Sep
12

La poesía que te parió / poemario Dy$k3 en tiempos de cuarentena

Dy$k3 es una persona parapléjica que vive solx en una gran casa. Con poemas le habla a una persona que lx abandonó, pero que aún ama y piensa. Siente rabia y enojo con su cuerpo, aunque se quiebra ante las injusticias en el mundo.  Dice haber vivido su propia cuarentena mucho antes que la aparición del coronavirus. Le escribe a su desamor, pero también a la muerte. No le tiene miedo a la muerte, la espera. Sus textos revelan el deterioro del cuerpo, el llanto cotidiano, la soledad. Se quiere demasiado como para interrumpir su finitud. Aún siente que no tiene parapléjico el corazón.

Te la pasás de fase en fase, ¿y nosotrxs cuándo?

¿Qué saben mi mente y este resto de mi cuerpo neutro sobre la cuarentena? Tal vez, más de lo que suponen. Porque de algún modo, desde hace algunos años, ya venimos transitando la nuestra.

Digamos que la casa es un laberinto que cambia de a ratos. A veces salíamos, mi cuerpo y yo, por el escape de algún impulso o por la osadía de perderle el miedo al afuera. No había ni controles ni vecinos alertas; solo pasaban otras cosas. Quedarnos en casa no fue siempre una elección. La autonomía no se soluciona con un cubrebocas; requiere de otras cosas.

Puede que no se comprenda. Una rampa obstruida, una pila de escalones, una vereda con más cráteres que el planeta Marte, un taxi evadiendo pasaje, un elevador estático, un bondi cada 3 horas y sin rampa; todo eso, y más, ya era prácticamente como vivir con coronavirus. La falta de accesibilidad no fue, ni es, por distanciamiento social. Menos aún, por una disposición social preventiva. Sin embargo, parece que lo inaccesible es casi obligatorio.

¿Qué saben mis piernas y este medio pecho paralizado sobre el aislamiento? Quizás, más de lo que creen. La ausencia de pararse a dar un abrazo no viene siendo por precaución. Por más que se niegue, hubo más de una cuarentena para mi cuerpo y mi mente. A la paraplejía no se la boludea con un certificado de circulación trucho, ni con permisos especiales ni decretos de necesidad de urgencia.

La soledad y la discapacidad son algo que la mayoría dice comprender, pero que pocos saben escuchar. Casi siempre hay plantas, tardes de patio con sol o quizás alguna mascota con quienes discutir este tipo de cosas. Otras veces, solo queda mirarse en un espejo.

Te vengo viendo, cuerpecito. Ya no dependemos de gestos conciliadores o de culpas ajenas.
Mirá si todo este asunto juega a favor nuestro. Ya viste que, mágicamente, todos esos trámites que requerían de presencia, papelería y sellados ahora se pueden hacer de manera electrónica, sin pruritos. Parece que la maquinaria sí puede funcionar.

Prestame atención, cuerpecito, y tratá de que no te arrastre la sensibilidad. Es que, en más de una ocasión, la segregación puede ser más letal que un virus.


¿Cuál fue tu cuarentena en todos estos años? Me niego a ser sólo una silla de quejas, pero me gana el improperio de la rabia. Cuando dicen que hay que tener los pies sobre la tierra no me siento aludido. No siempre suelo ser tan literal, aunque a veces me viene bien. Por lo pronto, te extraño y te espero sentando. De eso no hay dudas. De lo que sí dudo, es de tu silencio y del pánico en mis ojos al ver que el mundo se cae, y no estás acá. Entonces entro un círculo sinuoso que me trae un vértigo de llanto, y caigo en esa sensación de estar viviendo en un año que no existe. Entonces choco contra la parábola del tiempo, entre aquello que tuve, y los restos de lo que me queda de cuerpo.

Si el alma fuera de piel, como mi piel, que cicatriza rápido y tapa los puntos con sus pecas, todo sería distinto. Ya no pensaría en las siestas de otoño con árboles desnudos, ni en tu forma de fumar el porro o en esa risa inconfundible que lleva puesto tu nombre. Todo sería distinto.


Estos tiempos son raros. Se me cayó el mate caliente sobre las piernas y lloré toda la mañana. Ahora vivo en otra casa. En un barrio con plantas de naranjos en sus veredas. Es el segundo plato de sopa que caliento al fuego, pero el hambre no cesa. Tampoco se detienen los espasmos abdominales, que se esfuerzan por hacerme languidecer, perder el equilibrio y amenazar con tirarme de la silla. Vos no estás, y me rodean ganas de contarte mis cosas, sabiendo que no te importan una mierda.


Cuatro años en una silla con ruedas y aún siento que no he podido rodar lo suficiente. Los días se pasan diseñando modelos de vida, resistiendo en la escritura como si fuera una salida al mar. Estos pelos blancos me ubican frente a un espejo que cada mañana me hostiga, preguntándome qué soy.


Lo virtual es insensible a los ojos. Si  pienso mucho, lloro. Se deposita tanto amor en la ficción, que la realidad te caga a cachetadas. Creemos que ese vaso lleno, ahogara con su espuma el costado miserable de lo que somos. Quisiera decirte que me escapo de la casa de vez en cuando, que voy a esa plaza que nos vio besar nuestras bocas y te imagino desnuda. Luego me toco el pañal, y me doy cuenta que arruiné otro pantalón.


Ya no soporto más el olor a orina. El olor de mi orina. Aunque a esas personas que suelen hundir de madrugada el perfil derecho de mi cama, parece no importarles. ¿Cuántas veces seré una anécdota en la agenda sexual de otros cuerpos? Lo único que sé, es que me pasé toda la cuarentena imaginando un cuerpo, uno relleno de brillo, parado en dos piernas sólidas, largas, para apoyar mi frente cerca del cielo. La radio transmite noticias y miedos. Siempre nos rodea la muerte y yo sigo sin conocerla. Tiroteo en un pueblo de Estados Unidos, hambruna en provincias del norte argentino, deshidratación en villas del conurbano bonaerense, personas que dejan a otras, personas que no le hablan más a otras, y acá vos, que me seguís ignorando. ¿Cuánta muerte me queda por vivir?


Y aquí me ves, con más de 100 días de silencios en la espalda. Con la idea de ceder ante la expectativa de las cosas. Nunca les caí bien a todas las personas. A muchas se le notó el esfuerzo en la cara, a otras, todavía les cuesta bailar en la silla. El almohadón tiene una fosa tan profunda como mis decepciones. Éstas hacen a mi espalda curva y me dejan mirando al piso, tratando de construir tu cara, uniendo con trazos los puntos negros de las baldosas. El cuello duele, tiene un latir punzante que me quita el sueño. Hay en mi cabeza molestias que no conocía, hasta que empecé a pensar en vos. Pensé que ese porro ayudaría a olvidarte por unas horas, pero el plan salió mal, y me hundí con la letanía de un pozo tan negro como este almohadón. Ya no sé qué sentir y qué no. Más de una vez, percibo la presión de los tornillos de la prótesis, pujando en los vestigios de mis vértebras quebradas. ¿De qué color era tu voz?


Son demasiados días, mutan de desgano en desgano. Tengo esta maldita costumbre de caer en un ostracismo tan berreta, que me duele verme. Algunas personas me piden una señal de vida. Hay quienes regulan mi estado anímico según mi actividad orgánica en redes sociales. Supongo que sería más fácil preguntarme cómo estoy. Vienen a casa seres extraños, pero hermosos. Golpean la puerta con un rostro cargado de alivio, como si llegar hasta mi casa hubiese sido como cruzar un campo minado. Si es que los retenes y los controles policiales, no son más que bombas a la espera de que el peso de un cuerpo les presione el interruptor. ¿Cuántas muertes entran en tu televisor? Froto mis pies con crema humectante y te recuerdo. Y también recuerdo las muertes que la política y la economía se tiran por la cabeza. Y la curva cartesiana no se parece en nada a la perfecta curva de tu boca. Cómo estarás pensando en ese espacio tan pequeño, para una mente tan grande. Quedan huérfanas mis expectativas de abrazarte. Se me oxidan los huesos al saber que ya no seré parte de tu historia, sino más que un frágil fragmento opaco, de algo que insinuó transformarse en flor.


Un pronóstico de vida impreso en la última página del desamor, decía que jugaríamos las mismas insatisfacciones que traíamos de jóvenes. No importó demasiado. Sabíamos que la ficción traería más consecuencias de las que nuestros cuerpos podían soportar. Se resistieron, con tesón, con orgullo y mucho ego alcoholizado. El último enero, levantamos varios pedazos de carne que se habían quemado al sol y bebimos de ríos contaminados. Era lo más rico para beber en ese momento. Ahora no tengo con qué cortarme las uñas y me las como bajo la sombra roja de la Santa Rita. Rompí profunda la piel y vos ni apareciste. Como se pronosticó, fuimos un gélido brote pasajero.


Desconozco cuál será el límite de mi cuerpo. Imagino a ese futuro discapacitado y jubilado, y me caigo por dentro, como se cae la economía en plena pandemia. Comer con la mínima, alquilar con la mínima, sobrevivir con la mínima, sin una mínima tajada de ganas. No puedo ni pensarlo. Algo no estaría funcionando a mi favor. A esta altura, mis piernas son más firmes que la caja jubilatoria. Y todavía me preguntás por el juicio de las explosiones de Río Tercero. Por el momento, lo que sé, es que mi único ahorro es la discapacidad a plazo fijo.


Éramos jóvenes y nos vestíamos como viejos. En el ático de la miseria se acabaron los buenos modales. Ya lo dijo Nora la almacenera: se quebró la paz pública.

– ¿A qué te dedicás? me preguntó Nora.

– A virtualizar todo, le dije.

El impuesto a las grandes fortunas, no alude a la de haberte conocido. Me estresa proyectar la incomodidad que sentiré, en caso de toparme con vos. El contexto no ayuda,  demasiados decretos de necesidades y de urgencias, como éstas que tengo de vos. Si se decreta el amor romántico, cagamos. Me convenciste de lo malo sobre eso. No hace falta levantar el tono de la voz, no hablamos al mismo tiempo, directamente no hablamos. Qué decirte, en estas siestas de otoño quisiera un abrazo de mi abuela. Más tarde, si puedo, te llamo. Sólo son expectativas, nada más.


No vengas con greguerías de último momento. Entiendo a la discapacidad como otro ser; desde ahí, todo lo que pasa en mi cuerpo, depende de los dos. Pues no sé si hay soledad. Me topé con ella en estos días de encierro y puede que lo haya negado. Hasta ahora, no me había reconocido las partes. Somos la ficción más real de la historia. Voy con un rostro rojo subido a pagar las consecuencias de permanecer estático. Lo que escribo y pienso son particularidades. Si vos querés personalizarlas, eso ya escapa de mis ruedas.


Esa costumbre que tiene el silencio de sábado por la noche, de esa quietud de madrugada de domingo prematuro, con algunos vasos de vinos bien puestos y unas ricas tucas de porros por resolver. Todas esas costumbres te las quiero compartir, un poco, un rato, lo que vos consideres necesario. Esas costumbres puestas al bien común, que muchas veces criticamos sin saber que pueden ser nuestras en cualquier momento. Esta costumbre bien acomodada en mi soledad de cuatro ruedas, de silla fija, de colchón antiescaras. Si me vieras acá, verías que no miento, que no niego lo acostumbrado que estoy de tener la cabeza pegada al cuerpo, con la cicatriz dibujada en mi espalda y con las ganas intactas de verte pasando por esa puerta, arrastrando con vos todo eso que el mundo dice tener para los dos.


Vos mutábas como un virus, mientras yo moría en casa. Tu actitud mutágena que se da en medio de esta discapacidad axiomática, de dependencia afectiva, de placeres de consumo, excusando voluntades en una pandemia económica que dejará millones de cadáveres tan reales, como las propias trampas del capitalismo, hacen que me pregunte: ¿habrá más amor? Muero cada noche, infectado de billones de virus satelitales que niegan la crisis sistémica, y a esos detalles lingüísticos que callamos, aquella tarde que te fuiste de casa con tu conciencia totalmente aliviada.


Esta sobreinformación poética corroe mi ataraxia, la impregna de inutilidad, le aleja las ganas de compartir unos textos que no modificarán nada, pero que vivirán 24 horas. La ciudad se siente rara, como esa rareza de estar en otro lugar. Los comestibles crecen de costo y se mide con silencios la monotonía. Más de miles de bocas, miles, se tapan, pero siguen diciendo cosas, de esas que dejan amor, de esas que extirpan odio. Hay quienes tienen las piernas activas, pero dudan si podrán usarlas en libertad, hay quienes las tienen paralizadas, y no lo dudan ni un instante. Guardo tus fotos en los rastros de un verano que terminó vacío, de un otoño que se ve llorar por la ventana y con un sol de siesta que muere en tus labios secos. Saldré del camino, cuando haya camino.


Novelas sobre la cuarentena. Películas sobre la pandemia. Obras de teatro sobre los cuerpos en aislamiento. Análisis políticos sobre la política en confinamiento. Pensamientos filosóficos, sobre los pensamientos filosóficos que ya se hicieron, en reflexiones de otros pensamientos filosóficos. Informes económicos sobre la economía durante el COVID-19. Poesías sobre lo afectivo, lo corporal, el amor, el abandono, la soledad, el drama, el aburrimiento y lo ridículo. Esa ridiculez de la cual nadie volverá. Y ellos allá, viendo qué carajo comer.


Otro día sin vos, es despertarse una hora antes de la conexión laboral, llenar el papagayo con pesadillas nocturnas, cambiar el pañal, leer conclusiones de quienes escriben sobre lo que piensan los demás, como si supieran lo que piensan los demás. Otro día sin vos, es rememorar tus sarcasmos, imaginarte en posturas de yoga leyendo artículos en inglés, barriendo la casa en tanga. Me llega una rutina de ejercicios físicos por WhatsApp, a los cuales debo hacer a voluntad, como si se tratasen de un bono contribución. No sabía que la Santa Rita florecía en otoño. Tus historias están calladas. El vecino decoró la medianera con mitades de naranjas, las colocó casi de manera perfecta una al lado de la otra. Simétricas. “Es para atraer a las hormigas”, dijo el vecino, o tal vez para ahuyentar mis mierdas. Otro día sin vos. Llegan cajas que desarmo, para luego volverlas a llenar de miedos. Sí, tengo miedo a envejecer así, roto, partido. La incertidumbre más grande, es la humanidad.


Paseabas tu cuerpo desnudo por los pisos fríos de la casa. Hacías que la parálisis se convirtiera en agua caliente. Tus cosas sueltas en la cama amanecían en el suelo. Muchas veces éramos palabras, otras veces, sólo sexo. Sin embargo, nuestras similitudes se estimulaban de porro y vino. Me percaté tarde que de la casa desaparecen cucharas. Me marea saber que las fotografías son mis espejos. Tengo ganas de que vengas. El 62 te deja cerca de casa, llamá antes de bajar. Puede que todo lo que diga sea usado en mis derrotas. Ya notaste que si escribo lo que pienso, puede ser peligroso. Si la palabra no es peligrosa, no existe la poesía. ¿Cuál es tu proyecto?


Al final, nada existe. El todo es un continuo análisis, inacabable. Ya no sé si te amé, si el goce fue goce, o si el placer se convirtió en un caramelo de azúcar. Doy vueltas y termino siempre en el mismo lugar. Sé que estás contando cosas, las que te quedan bien, por supuesto. Pero uno no se viste con palabras, aunque a veces sí se desnuda eso que llevamos dentro. Exponerse, no es liberarse. Más aún, cuando se te notan de lejos los retazos de otras caras.


Te lo digo así: no es tolerancia, tampoco aceptación, es violencia domesticada. No es impunidad, tampoco compasión, es miseria corporizada. No es autoestima, tampoco resignación, es resiliencia estereotipada. Hago eso que haces para ver si puedo acercarme a vos, pero se me mojan las hojas y me quedo sin palabras.


Qué pasaba en vos, que en cada paso que dabas, me dejabas atrás.
Te seguí hasta donde me dieron las manos. Vos llorabas diciendo: 
"yo no soy así, yo no soy esto".

Abriste otro vino, ese que había en la despensa. Fumaste las tucas dormidas en aquel bolsillo olvidado. Leíste de nuevo, volviste a escribir. Pensaste en tu ex, algunas veces bien y otras veces mal. Te dieron ganas de correr, cuando no corrés nunca. Querés comer eso que no venden en tu barrio. Extrañás abrazar, besar, salir con la manada a romperlo todo; pero aquí estamos, simplemente aislados. ¿Cuánto vale tu libertad?


Hasta que la discapacidad nos separe. Ahora toda la casa huele a pachuli.


Está permitido extrañar, que la pandemia no te confunda. No es tan difícil encontrar a una mejor versión de mí. Por eso entiendo, que ahora sí puedas bailar en puntas de pie.


Imperiosas como siempre, estas tercas ganas de escribirte. Cuando te escucho leer, te imagino cerca. Tenés ese ritmo muy difícil de olvidar. “Sos un tipo versátil”, me dijiste. Y yo me quedé con un puñado de caos en los bolsillos. Intenté hacer un encuentro, pero fracasé en la cuarentena más larga del mundo. Mientras te pusiste a contar de forma regresiva todas nuestras cosas, poníamos en hojas negras, todos los dibujos de cada mañana abandonada de mates amargos. Me gusta mi nombre en tu boca. Ahora sí aceptaré tus chocolates.


No soy parte de tu historia. Sólo un fragmento de algo que insinuaste creer. La marca de una foto en la pared, un vestíbulo vacío, besos de selfies apagadas. Dicen que las palabras no te salvarán, tal vez deberías devolverlas. Acá hay algo más que un simple frasco de flores.


Dicen que lo único que no tiene solución, es la muerte. Decile eso a mí médula espinal y contame cómo te va.


En 2020 fui experto en cualquier cosa. “Ya le enviamos el certificado digital. Gracias por hacer el taller de cualquier cosa”.


Tengo una gata, mucha angustia, el mejor drama, un cuerpo roto y un montón de deudas. Soy casi poeta. Ser frontal y buena persona, no conjugan, por eso existen periodistas. Hablan de paradigmas, de mundos de paradigmas. Vos tenés los tuyos, yo tengo los míos. ¿Qué es un paradigma? Limpiemos la mesa. No lucho para vivir, sólo soy un cagón que retrasa su muerte. La última vez que escribí un poema de amor, fue cuando me dijiste su nombre.


¿En qué fase mueren lxs pobres? En la de siempre. Ni en la 1, ni en la 20, se mueren siempre. Desde que te fuiste, siempre es domingo. Mi cuerpo, hoy, es memética sin poesía. Cada cual coge como puede, ¿me pasás el papagayo?

¿En qué fase mueren lxs pobres?

En estos tiempos de encierro, tan parecido a otros que supimos atravesar, te veo reconstruir eso que supe romper de necio y arruinar de idiota. No sé si es el aire de la casa o los vicios que se fuman, pero siento que te quiero, que te quiero bien, porque también se quiere mal. El pasto que crece adentro no huele a nada, y esos gatos se acompañan por los tapiales sin cuarentena. Te puedo oler reír, sin remordimientos. Porque esta distancia tan llena de soledades y reencuentros, son agua libre. Como esa libertad de vientos de agosto, sobre los patios verdes y azules, de tu nueva casa.


Escribe lo primero que se te venga a la boca: Muerte. Es otro miércoles de muerte y la Santa Rita florece en mayo. Vos le escribís al amor, yo le escribo a la muerte. Por eso somos este cuerpo. Me enoja cuando ocurren estas cosas. ¿En qué te inspirás? En mis ex.


De niño tenía una repisa llena de objetos: trofeos, autitos, muñequitos. Tenía pocos, pero eran mi universo. Costaba despegarse del suelo sin aquella manta tejida. Sin ella, no podía dormir. Lloraba sin recato en casas ajenas, hasta no saber si mi madre ya se encontraba a salvo de mi padre. Un cuaderno tamaño oficio, de hojas cuadriculadas, servían para los primeros poemas. Solemnes, todos. Cartas perimidas en algún cajón perfumado de naftalina y con incesante olor a pis de gato. En mi bolsito de cancha: los botines, las vendas, algunas camisetas y las medias azules rotas en los talones. Extraño jugar. Un día tuve que decidir, creo que a los 11 años, si los sábados debía ir al club o al ensayo de danza en la academia “Pampa y Huella”, elegí la pelota. Ahora extraño bailar y jugar.


Ya no te puedo hablar del patio de mi abuela, ni de cómo comía las mandarinas. Todo eso se fue, sin algo que sirviera de óbice. Es domingo, es siesta y hay encierro. ¡Qué lindo sería salir a llenar de ruidos el barrio, pateando latas vacías!


Esto no es irse de viaje juntos. Donde podría haber complicidad, hay incertidumbre. Esta vez queremos que se corte. Para qué seguir con el estirón. Cuesta tanto verse a los ojos. El regalo más dichoso es poder dormirnos temprano. Hay demasiada exposición de cosas que no quería saber. ¿Estás mejor, ahora que donaste? Tratá de que no sea siempre así, como leer en poemas, el nombre de la misma flor. Lo único que vibra tan cerca de mí, es el teléfono. Te extraño. Somos esas caras cansadas que se ven desde las ventanas de un colectivo. Teníamos paciencia. “Amar la trama”, cantabas paseando por esa playa en Uruguay. Había cuerpos para el amor, para caminar y otros para besar. Veo mis pies cada vez más pequeños, como esos orificios de silencios que perforás cuando me ignorás. ¿Cuánto dolor causé? ¿Y mi dolor? ¿Cuánto de todo esto es real?


Me gusta la cuarentena. Me seduce aislarme preventivamente,  enajenarme obligadamente, no salir,  no cruzarme con la yuta. Anómico y feliz. Me gusta no ver a vecinos,  no toparme con una cola de jubilados. Me gusta freelancearla toda, no ir a trabajar, no subirme a un transporte especial. Soledad y tranquilidad. Me gusta hacer trámites a distancia, comprar pelotudeces online, escribir poemas que nadie lee. Es maravilloso, no callejear por pozos, no caerme en la vereda. Basta de bares con mesas altas. ¡Ay, sí! ¡Aislamiento preventivo! Me gusta coger por videollamada, responder cuando quiero, no caretear felicidad, no fumarme otros pedos. Me fascina la viral saturación de información. Creo que ya estoy infectado.


No quiero salir, quiero estar acá entre tus cosas. Afuera no muestran las caras. En los últimos meses, vos tampoco lo hacías.  Aunque te creía todo: “no te digo nada, porque no te bancás la verdad”. No quiero salir, quiero estar acá con mis cosas. En las calles hay demasiados pozos, pozos de silencio. En los últimos tiempos, vos tampoco hablabas mucho. Igualmente te seguía creyendo: “no entendés nada. Nunca entendiste nada”. No quiero salir. Salí vos, andáte vos. Yo ya me fui varias veces de mí y no tengo un buen recuerdo de eso.


¿Qué hacer con esta presión de ser productivo? Llorá de risa, reíte de miedo, temblá de amor, pero no te calles nunca. Léeme esta noche con el alma puesta al servicio del bien común, como si viniese la muerte a salvar la poesía.


La biblioteca en tu espalda, a plano corto, devela que la mitad de los libros que se ven allí, están sin leer. La gata tirada en la mesa, entre papeles. Veo que fumás en varias posiciones. Hay calzones y ojotas, una bata que pide cambio. Sobre una caja navideña tenés un disco de jazz, no conocés a la pianista. Fotos, muchas fotos. Fotos y videos. Muchas fotos y videos. Fotos, videos y redes. Muchas fotos, videos y redes. Silencio, soledad, calma. Mucho silencio,  mucha soledad y mucha calma. ¿Te acordás cómo nos mirábamos?


¡Qué distinto era todo! Cuando las condiciones daban para salir. Cuando ese taxi te dejaba en banda. Cuando aquel control te disparaba por la espalda. Cuando ese bondi pasaba lleno. Cuando los autos tapaban rampas. Cuando las casas venían sin escalones. Cuando la gente tenía trabajo y se quejaba. Cuando se llenaba de negros el centro. Cuando a Villa Nueva Córdoba la habitaban privilegiados progresistas. ¡Ay, qué tiempos aquellos! Cuando me mandaban a terapia por un llanto. Cuando me la jugaban de resentido por ser disca. Cuando el poder lo seguían teniendo los empresarios. Cuando la Justicia era cómplice de la yuta. Cuando el Estado desaparecía personas (incluso en democracia). ¡Cómo se extraña salir, che! ¿Te acordás? Cuando faltaban ascensores en edificios públicos. Cuando me decías te amo sin pensar en otra persona. Cuando nos íbamos lesionados del partido. Cuando pedías otra promo en ese bar de la Cañada de mesas altas y canto rodado. Cuando caías de madrugada pidiendo sexo sin remordimientos. Cuando
trabajar me daba tendinitis y contracturas. ¡Cuánta nostalgia!


¿Dónde estarás ahora en estos tiempos de muerte? Perdiendo contacto, sabiéndonos jóvenes. No será tarde para dibujar los cuerpos bajo la lluvia tranquila de marzo. Buscaremos algo de certeza, para que nos ponga de cabeza tan solo con mirarnos; y así, disfrutar el cielo,  y así, abrazar al fuego. Somos mucho más que esa carne, somos mucho más que estos huesos. Se ahogan las excusas. Damos sueños incontables de aquello por ser, de eso que no fuimos. ¿Dónde estarás ahora en estos tiempos de muerte?  Llevame con vos en ese pedazo de memoria, que aún quedan calles por andar. Será difícil borrar los mares, aunque llores dulce. Se fueron las tardes, vendrá la noche larga sin mi mano sobre tu espalda. ¿Dónde estarás ahora en estos tiempos de muerte?


No sé cómo leer, ni escribir, un guion de sangre dulce, que pueda narrar lo que siento. Tener las ideas colgando, las manos en los pies, el siniestro sueño de recuperar lo irrisorio de mi cuerpo, y pensar al fin, en un discurso,  que le guste a todo el mundo y así quedar bien con vos, con ellos, con todos. Actuar la escena más creíble en todo este cuarto lleno de preguntas sin responder, con los calambres de siempre, con los espasmos de hoy, con ese llanto de vino chorreado sobre las teclas de un piano que nunca tuve. No sé cómo leerte, no sé cómo escribirte esto que mi cabeza tira en negativo y se revela en oscuridad. Te pienso y no sé quién sos, pero te pienso, y eso alcanza para paliar las noches de saberte ahí, de suponerme acá, tan así, sin estructuras de cotillón.


La inmediatez nos corroe. Amamos más de 40 segundos y nos aburrimos. ¿Amar es procastinar? Lo sexo afectivo nos abruma.  Nos vinculamos casi en el mismo tiempo en que dura una miniserie. “Ya sabemos lo que pasará”. Lo único que sé de vos, es que me hablás con memes. No te conozco. Celebramos que un rato de nosotros se prolongue más que una historia de 24 horas. “No envíes audios largos, porque no te voy a escuchar”.


Así como decirle a una persona pobre, que hambre pasamos todos. A una persona ciega, que hay cosas que tampoco podemos ver. A una persona violentada, que algo habrá hecho. A una persona muda, que a veces callamos cosas. A una persona sorda, que no siempre escuchamos todo. A una persona en silla de ruedas, que problemas tenemos todos. Así es como me siento, cuando me decís “yo también te amé”.


Hay días que engaña más el brillo, que la luz que emanan tus cosas. Sin estructuras de parir flores, por sólo querer convencernos, de que los colores no salen de los detalles. ¿Habrá calma después de todo esto? Lo falso y lo cierto, dependerá de cómo se unirán las pieles a plena luz del día. Dejar que tome forma la idea de verdad.


Cuando aparece una persona discapacitada, todo se transforma. El trabajo no es el mismo, la familia se fragmenta, al amor que tenías se le cansan los brazos. La ciudad se convierte en otro lugar. No se sueña con correr en praderas o tirarse un clavado en un socavón en un río de las sierras. Las miradas toman otro enfoque, te ven más sensible, intolerante, resentido e insatisfecho.


Si mi discatemática te cansa, imaginate cuando te escucho quejar por tus privilegios alcanzados. Tabla.

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